Rev. Med. Cine. 2023; 19 (2), 119-121 Ediciones Universidad de Salamanca / J. Med. Mov., 2023; 19 (2), 119-121[ 119  https://doi.org/10.14201/rmc.31275NA

La distinción del médico consiste en que tenga buen color y sea robusto según su complexión natural. (...) Además, debe ser pulcro en lo que toca a su persona, bien vestido, perfumado con aceites, cuyo olor no provoque ningún tipo de sospecha. Pues resulta que todo ello agrada a los pacientes»1(Hipócrates. Sobre el Médico)Una enfermedad grave y prolongada me ha permitido conocer a un médico muy humano cuyos rasgos principales se recogen en este agradecimiento a su dedicación.

Alejado de los postulados que deben cumplir los médicos hipocráticos en las maneras y los vestidos, mi médico luce pijama de trabajo con pantalón blanco y camisa de manga corta del mismo color. El blanco le sienta bien, como a todo el personal sanitario; es como si hubiéramos interiorizado el color blanco con la pureza y ésta con el buen hacer de los sanitarios. Todos, médicos, enfermeras, auxiliares de clínica visten de blanco. Los quirúrgicos no, lo hacen de verde porque se piensa que es un color relajante y que reduce la tensión en los enfermos que deben pasar por un quirófano.

Mi médico, luce unas agradables formas redondeadas en su esqueleto y una alopecia incipiente que le ha despejado la frente; esto le permite evitar «El lujo artificioso en los adornos del pelo», uno de los resaltados preceptos contenidos en los tratados hipocráticos. Cumple, asimismo, el precepto de «evitar el excesivo perfume para atraerse clientela», dado que el espacio donde recibe a los enfermos pertenece a la sanidad pública, es inodoro y únicamente ostenta imágenes cripticas de cascadas más cripticas aún de señalización de procesos neoplásicos.

Su cabeza, como se apunta en el párrafo anterior, es redondeada, aunque tira a cuadrada, agradablemente rellenos los carrillos, el tórax y el abdomen, lo que le otorga un aspecto aco-gedor, agradable y confiado con el que gana la confianza del enfermo desde el primer momento. Sin embargo, no diría yo que es un atleta. Si bien sus brazos transmiten fortaleza y el pantalón deja traslucir unos muslos apretados, no hace gala de un culo de galeote porque dedica mucho tiempo al estudio y a los enfermos.

Sí luce, mi amado médico, ojos redondos, pequeños, inquietos e inquisitivos con los que analiza a los enfermos y lee los más oscuros y recónditos pensamientos (¡Tan previsibles somos los enfermos con patologías graves!). Esta cualidad le ofrece la ventaja competitiva de ade-lantarse a las preguntas de los enfermos. Y tal vez sea eso lo que buscamos, que sus conocimientos estén afilados, que los tenga prestos, que nos conozca aún antes de abrir la boca o que una vez abierta, reciban cumplida respuesta nuestras preguntas, cuitas y querencias.Su actitud deja traducir que tiene un almaprudente y una vida ordenada, lo que, unido a sus conocimientos y a su habilidad en el ejercicio práctico de la profesión, aseguran la buena repu-tación de la que goza, ponderación que conjuga tanto el arte como la técnica y la ciencia empírica basada en su experiencia, pero también la ciencia experimental cada vez más presente en la investigación clínica.

Serio, pero no severo, mi médico bracea mucho y se expresa con energía y con todo su cuerpo. Mi médico se hace entender con su palabra encendida, clara y concisa, y sus gestos añaden magnitud a todo lo que dice y comunica. Su palabra crea la sensación de que estamos en el lado bueno, en la orilla más benigna del río de la vida. También le otorga grandeza y satisfacción acompañada con una sonrisa, cuando mira, emo-cionado, que las analíticas reflejan lo esperado y que siguen los preceptos tanto de la medicina científica como del arte médico de curar. ¡Quién se resiste ante tamaño médico! ¡Cómo no hacer todo cuanto nos diga que hagamos! Antes bien, seguimos sus indicaciones a rajatabla y confiamos en su ciencia y su magisterio.

Noble de carácter, inspira confianza. Por eso consigue que el enfermo encaje con serenidad las explicaciones que encuentran acomodo en el afo-rismo hipocrático que sostiene que «Los residuos que, tras una crisis, quedan en las enfermeda-des, suelen causar recidivas». Es decir, descarta la curación completa de la enfermedad porque las recidivas son esperables, pero, al tiempo abre la esperanza de supervivencia mediante nuevos tratamientos, empezando por el reajuste de la medicación actual dado que continuar con la misma terminaría agotando mis mecanismos de defensa y acabaría no ya con mi salud, sino también con mi experiencia de vida. Esto le convierte en un médico prudente que hace buena la sentencia de Baltasar Gracián: «El buen médico debe saber tanto para recetar como para no rece-tar, pues a veces el arte consiste en no aplicar remedios».

Su actitud profesional destierra el utili-tarismo ilógico de pretender curar el cáncer eliminando a la especie. Antes bien, con la finalidad de atenderme de acuerdo a los principios de la medicina científica, ha tomado la responsabilidad de conjugar los tratamientos, de aventurarse en territorios ignotos, allí donde habitan los dragones, de probar en un paciente complejo abordajes terapéuticos no corroborados por la experimentación pero plausibles desde el punto de vista mecanístico y fenomenológico, aunque la lógica de la terapéutica por los contrarios aconsejaba, precisamente eso, lo contrario de lo que planteaba su propuesta y a pesar de que Hipócrates advirtiera en sus preceptos de que «De conclusiones basadas en la pura teoría pero no en los hechos demostrados no se obtienen buenos resultados». Por ahora, los resultados le dan la razón. Una cuestión de equilibrios.

También es un médico humano y cons-ciente de que, como médico hipocrático, «la enfermedad es una abstracción y que lo que lo que tiene ante sí es siempre a un enfermo, a un hombre sufriente al que ha de salvar con unos medios muy limitados».

Por eso, cuando llegue el momento en que mis males superen el poder de la medicina, cuando la situación sea irreversible, aceptaré de buen grado que la medicina ha llegado a su límite y que los esfuerzos deben reservarse para aquellos en los que es posible aportar alguna ayuda, evitando aplazar de forma artificial y considerablemente la última transfor-mación (la vida humana -biológica y cultural- es una transformación continua), de quienes ya no pueden aspirar a la vida, y celebrando con Hans Küng que «la persona humana es infinitamente valiosa y hay que protegerla sin falta, y hacerlo hasta el final de sus días», pero llegados estos últimos días debemos depararle una muerte feliz desde el respeto a la libertad de conciencia del enfermo y del médico.

Agustín Hidalgo Balsera fue licenciado y doctor en medicina por la Universidad Complutense de Madrid y Profesor de Farmacología de la Universidad de Oviedo. Entre sus áreas de interés se encontraban la repercusión social de los medicamentos y la representación social de la medicina y la enfermedad a través de las manifestaciones artísticas y los medios de divulgación científica y comunicación social.

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