Recorrido por la prolífica trayectoria del pintor, grabador, escritor, inventor y actor Ricardo Baroja (1871, Minas de Riotinto - 1953, Vera de Bidasoa).
Ricardo Juan Gualberto de la Santísima Trinidad Baroja y Nessi era el hijo segundo de Serafín Baroja y Zornoza, poeta vascongado e ingeniero de minas, destinado a la sazón en Río Tinto (Huelva) y de Carmen Nessi y Goñi, padres a su vez de Darío, Pío, César y Carmen. Era, pues, Ricardo accidentalmente andaluz, cosa que siempre tomó como una broma más, para indicar ese extraño derrotero de la vida, marcado en él por la brújula inquieta de su imaginación.Hombre de extraordinaria creatividad, legó al final de su vida una obra extensa y variada que se puede clasificar en cuatro grupos: el primero, que corresponde a su obra pictórica iniciada hacia 1885, Marina, y que se puede dividir en dos etapas atendiendo a una razón justa y fundamental, ya que en una pintó por afición (1885-1936), y en la otra tuvo que pintar para poder comer (1937-1952). De su época de aficionado, de lo que siempre le gustó presumir, hay memoria de unos cien óleos, variados y bellísimos, serie de Croquis madrileños, Paisajes andaluces, Quais parisinos; retratos familiares, Carmen Baroja (1905, perdido), Serafín Baroja (1910), Carmen Nessi (1913), y de amigos como Azorín (1901), Valle-Inclán (1902), Corpus Barga (1912), María Guerrero (1916), de los que por desgracia se han perdido aproximadamente la mitad durante la Guerra Civil, y de esa segunda etapa de pintor profesional, varios cientos más que, año tras año, llevaba para vender a exposiciones de San Sebastián, Bilbao o Madrid.
El segundo grupo, el de sus aguafuertes, tiene también dos momentos o brotes creativos: uno que se extiende desde finales del siglo xix hasta 1912, serie de Estampas populares (medallas en las exposiciones nacionales de 1906 y 1908) y otro más reducido en cantidad y tiempo que ocupa desde 1927 a 1931, series Revolucionaria y Marinera, año en el que queda tuerto en un accidente de automóvil viniendo de un mitin político a favor de la República, en Arenas de San Pedro. Desde entonces ya no pudo grabar más.
De este quehacer se conservan unas cuarenta planchas, veinte en la Calcografía Nacional pertenecientes a las medallas que le concedieron y otras veinte en “Itzea”, la casa de los Baroja, que se rescataron después de la guerra del taller del estampador Adolfo Rupérez, de un total de ciento treinta y siete grabados hasta hoy catalogados. El resto de sus planchas se perdieron con el bombardeo y la destrucción de su casa y taller de la casa de la calle de Mendizábal en el barrio de Argüelles en 1937. Obra fina que le valió que le consideraran digno sucesor de Goya, “en España pasó el aguafuerte de manos de D. Francisco de Goya a las de Ricardo Baroja”, dijo algún conocedor del tema. El grueso de su obra de grabador, por fortuna, se encuentra en las pruebas que regaló a la Biblioteca Nacional, cuando era director Río y Rico, su amigo y compañero del Cuerpo de Archivos y allí se conservan en tres carpetas en la sala de estampas, catalogadas y en perfecto estado. El resto de pinturas y grabados se encuentran en la Calcografía Nacional, el Museo de Arte Moderno de Madrid, el Museo de Bilbao, el Museo de San Telmo de San Sebastián, el Museo de Vitoria, el Museo de Córdoba y en la Casa “Itzea”, de Vera de Bidasoa.
El tercer bloque de su quehacer corresponde a sus escritos, a la literatura, que entre cuentos y novelas dejó más de veinte obras y gran cantidad de artículos, y en donde obtuvo también importante éxito, sobre todo con su novela La Nao Capitana (1935) con la que le concedieron el Premio Cervantes.
Por último, el de sus fantasías, sus veleidades científicas (estudio sobre la plasmogenia), sus inventos (fue amigo de La Cierva e inventó un estabilizador de vuelo y una vela de barco triangular), sus esculturas (como el busto de Fermín Leguía o la cabeza de Sarepia Oroz), sus ilustraciones en revistas (como Arte Joven, 1901, en la que colaboraron Pío y Ricardo con Pablo Picasso, o Alma Española, 1903) o de novelas (como las suyas propias o las de su hermano Pío, La busca o Las inquietudes de Shanti Andía), sus barcos (le gustó hacer maquetas a escala), sus aventuras de marino (viaje en el Elixir Dallen) o de actor de cine (Zalacain, 1928, de Francisco Camacho en los filmes del bilbaíno Nemesio M. Sobrevila) y de teatro (El mirlo blanco, 1926), revolucionario comprometiéndose a pasar una ametralladora desde París. Arte, Cine y Ametralladora, facetas fascinantes que han resaltado todos los que han escrito sobre su figura. Además, tenía un gran aspecto de mayordomo elegante o de cómitre de barca maltesa, dijo alguno que le conocía.
Como hijo de ingeniero al servicio del Estado y perteneciente al cuerpo de Archiveros y Bibliotecarios, donde ingresó en 1894, viajó mucho, y tanto él como su hermano Pío tuvieron en su infancia y juventud parecidas lecturas: Walter Scott, Julio Verne, Victor Hugo y Eugenio Sué, entre otros, y por los destinos de su padre fueron conociendo lugares, tipos y paisajes de España que luego aflorarían en la obra de los dos hermanos. Porque esos seres populares, esos paisajes tristes con campos yermos y carretas, esas posadas con arrieros y cantar de gallos, esos seres trashumantes de veredas y vericuetos, esas ventiscas que inclinan al viandante, esos horizontes de panza de burro y tañir de campanas, esos pastores, gañanes o mendigos de zurrón y estaca, y esas chulonas verbeneras del mundo barojiano aparecen a la vez en las obras de los dos hermanos. De los otros hermanos, el mayor, Darío, murió joven en Valencia, el otro pequeño, César, falleció muy niño, y sólo sobrevivió la menor, Carmen, madre del antropólogo Julio Caro Baroja. Ricardo casó, en 1918, con Carmen Monné, hija de un comerciante de origen catalán que hizo fortuna en Estados Unidos con labores de tabaco y se instaló en la finca “La Ventosilla” de Aranda de Duero, en la que Ricardo, firmó algunos de sus escritos.
Ricardo Baroja fue en esencia uno de los que mejor retrató el espíritu del 98, y la rebeldía de una juventud inconformista con retratos de su hermano Pío, Azorín y Valle-Inclán, cuya inquietud le llevó a defender la República, por la que perdió un ojo y, desilusionado, a escribir en La Tierra, cerca de cien artículos desde 1931 hasta 1933, en una sección llamada “Ventana abierta”. Ya en 1925 se “lió la manta a la cabeza”, “quemó naves”, según sus palabras y dio una conferencia titulada La crítica del arte, que leyó en el Círculo de Bellas Artes, el día 3 de abril, en la que atacó duramente a los críticos, conferencia que fue impresa y costeada por la mayoría de los artistas de aquel tiempo.En 1927 fue nombrado profesor de la Escuela de artes Gráficas, donde comenzó a hacer experiencias litográficas, buscando formas simples y comerciales para la reproducción de estampas.
Durante esos años fue asistente asiduo del Ateneo madrileño, donde compartió cátedra en “La Cacharrería” con Miguel de Unamuno y su gran amigo Ramón María del Valle-Inclán, que prologó uno de sus escritos más enigmáticos El Pedigree, considerado por alguno como precursor de Un mundo feliz de Adous Huxley. Fue noctámbulo y perteneció a la bohemia del 98 como se muestra en su preciosa obra Gente del 98, donde narra sus recuerdos de aquellos artistas, Anselmo Miguel, Moya del Pino, Penagos..., y otros amigos que se reunían noche tras noche en la Horchatería Candela y después en el Nuevo Café de Levante, a escuchar la Sonata a Kreutzer tocada por el piano y el violín de Corvino y Anguita.
En la guerra civil se refugia en “Itzea”, la casa de los Baroja en Vera de Bidasoa e inicia un nuevo y dramático período durante el que este hombre, hasta entonces fuerte, optimista y despreocupado, tuvo que afrontar, viejo, desilusionado, arruinado y tuerto, el problema diario de la supervivencia, pintando. A tenor del momento, comenzó una serie de óleos, Croquis de la guerra, muy a su gusto sobre tablitas de parecido tamaño a las que usó en su juventud. Varios de estos croquis los regaló a los amigos, algunos los vendió y otros no salieron jamás de su casa por lo comprometido de sus temas. Con esta serie entroncaba con sus dos grandes maestros: Callot y Goya.
Durante esos años y hasta su muerte fue pintando otra vez cafés, ventas, puertos, posadas, ermitas, romerías, ferias, mercados o accidentes meteorológicos, lluvia, ventisca, nieve, temas muy de su gusto, o esas escenas clásicas de carreteras y caminos con autobuses que espantan a las recuas de mulas, o aviones que llaman la atención de los palurdos, o reatas de arrieros o mozas con cántaros que recordaba haber visto por tierras andaluzas y que hacia 1928 llevó a lienzos y cartones y que antes había llevado al cobre en el que encontró su mundo y ahora, con color, llenaban de vida estos lienzos, percalinas y chapones; esas pintura, en fin, que los “pedantes” —uso sus mismas palabras— llaman literaria, “como si el Entierro del Conde de Orgaz o las Meninas, no lo fueran”. De estas obras quedan, en el Museo de Córdoba, una buena copia de grabados y algún lienzo, incluso un Autorretrato de 1910, que regaló a sus amigos, los hermanos Romero de Torres, y en “Itzea” una bonita colección de paisajes parisinos en 1926. De viejo le gustó retratar a su familia y pintarse a sí mismo como un personaje más dentro de sus cuadros, y aparecer encorvado, con la barba blanca y su ojo negro, y también sintió la necesidad y el placer de rendir tributo a sus maestros: a Cervantes, en escenificaciones de don Quijote; a Velázquez, al que consideró el pintor por antonomasia; y a Francisco de Goya y Lucientes, al que la inquietud y el aguafuerte le unían.
En sus dos últimos años de vida quedó casi ciego; dándose cuenta de que avanzaban las tinieblas, pintó febrilmente a tientas, con el fiel y extraño lazarillo de su pincel, cobrando una nueva personalidad su pintura, la de la figura mayor, la pincelada más gruesa y el color más rico, el trazo inseguro.
Y así se cierra su ciclo vital, aquel que comenzara en Valencia, con fina pincelada y tablitas de cajas de puros en 1885. La muerte le sobrevino el 19 de diciembre de 1953 en “Itzea” y está enterrado en el cementerio de Vera de Bidasoa. Días antes de morir y para aclarar sus ideas, pidió que le leyeran parte del libro segundo de la obra de Lucrecio, De Rerum Natura.
Su obra queda marcada con un hierro rusiente de un monograma negro con la R de Ricardo invertida y pegada a la B de Baroja, como se ve en más de mil obras entre pinturas, dibujos y grabados.