Austria: Joyas de un Imperio que desapareció.
Dr. Roberto Ítalo Tozzini
Viena. Capital del Gran Imperio. (con escapada a Eslovaquia)
En mis recorridas europeas, luego de la derrota del comunismo en los 80, pude visitar nuevos lugares del continente y sin duda fue Austria, el país que más me cautivó con sus dos ciudades claves: Viena y Salzburgo. Ambas enclavadas en un bello paisaje alpino, con el verde de sus bosques y el blanco por la nieve en sus montañas, sumado a sus bonitas casas rústicas de madera con sus macetones de flores que adornaban todos los balcones.
En 1983, junto a un nuevo recorrido por Italia y Grecia, realizamos la primera de numerosas visitas a Viena, que nos impresionó como una ciudad magnífica y capital Imperial por excelencia.
En la Viena de ese entonces, encontramos una atmósfera de distendido regocijo social, con su población elegante, refinada, amante de la buena mesa y de la alegre música.
En pleno ejido urbano, los palacios y los teatros abundan, las iglesias rasgan el cielo con sus agudas torres, sus famosos “cafés” instan al ocio y a la reunión de amigos. Los alrededores están poblados en verano de colinas verdes y frondosos árboles. Los grandes museos atesoran el legado de los Habsburgo, una de las dinastías más prolongadas y prestigiosas de Europa. Esta capital se mantiene con todo su esplendor, aunque el gran Imperio, fuera repartido entre los vencedores de la primera guerra mundial, cuando el poderoso imperio Austro-Húngaro fue derrotado por las potencias liberales de occidente.
Pero Austria no perdió su alma y ha seguido dando a la humanidad grandes músicos, poetas, pensadores, pintores, investigadores y científicos, siendo Freud quizás el más conocido y reciente, sentando las bases del psicoanálisis y sumando una revolucionaria mirada diferente a muchas actitudes y emociones humanas.
La impresión inicial de Viena es abrumadora: imponentes edificios públicos, exquisitos monumentos, una amplia avenida de forma envolvente (ring o anillo), magníficas iglesias, una catedral estupenda, museos por doquier y extensos parques que hacen de bello pulmón a esta distinguida ciudad. Y la presencia del Danubio, río de larga historia, por su importancia comercial y turística, que encendió en mis lecturas juveniles un pensamiento romántico incorporándolo a mi inconsciente subjetivo junto con los bellos valses de Strauss.
Por sus numerosas calles peatonales se suceden elegantes negocios que exhiben en sus escaparates desde valiosas joyas a ropa de gran calidad con precios elevados. Los cafés ya mencionados, decorados con refinamiento, constituyen una institución vienesa pues allí los parroquianos leen sus periódicos o libros, departen entre sí o juegan al ajedrez o simplemente consumen tiempo libre mientras saborean sus deliciosos cafés con crema, acompañados de una tentadora pastelería. Alguno de estos bares son verdaderos retazos de su historia, como el Café Central, donde Trotsky se reunía con amigos, soliendo jugar con ellos partidas de ajedrez; o el Café Herrenhof que congregaba a escritores famosos en la década del 30 y otros mas modernos como el Hawelka que atraía al menos hasta el final de siglo XX, a gente de vanguardia y artistas. La música parece otra condición intrínseca a los vieneses y solistas, grandes orquestas, cantantes famosos, Escuelas de ballet, están en su medio aquí, proliferando en teatros tradicionales o en la magnífica ópera de Viena mientras los sones de los valses de Strauss resuenan por las calles y en los negocios. Esto fue lo que nos impresionó en la visita del 83. Por ello, regresamos cinco veces y nunca nos hemos cansado de volver a recorrerla, pues siempre nos da placer, confirmando nuestra primera impresión, aunque como toda gran ciudad, evoluciona, se extiende y moderniza, deparando nuevas sorpresas.
Describiré sus aspectos más sobresalientes. En el corazón del casco antiguo de la ciudad, está la catedral de San Esteban que se levanta imponente, sobre una plaza poblada por turistas y carruajes de vistosos colores tirados por fornidos caballos, demasiado pequeña para contener y apreciar semejante mole. Muy cerca, a su vera, cursan calladas las aguas del ya mencionado Danubio.




La enorme iglesia se eleva sobre las construcciones vecinas y su perfil airoso produce una sensación de asombro y distinción sin paralelo. En particular, su hermoso techo a dos aguas cubierto por mosaicos de vivos colores se destaca por su desmesurada extensión, ya que dobla la altura de las paredes. De puro estilo gótico, la Catedral fue destruída y reedificada muchas veces, la primera a partir del incendio que devoró el centro de Viena en 1258 y posteriormente por las sucesivas guerras contra los Turcos, Rusos, Germanos y los Aliados. Siempre resurgió bella y señorial como un símbolo distintivo de la altiva Viena.
La plaza que la rodea (Stefansplatz), como lo dijimos, por sus reducidas dimensiones, impide apreciarla en toda su magnitud; en particular a su torre principal que se afina hacia el firmamento con 137 metros de altura. Numerosas estatuas ornamentan el frente que incluye una gigantesca puerta de dos hojas con tallas exquisitas. El interior, de gran majestad aunque algo obscuro, impacta por sus dimensiones con más de 100 metros para llegar al fondo de la nave principal. En el centro bajo el crucero, se destaca un púlpito del siglo 16, tallado en piedra, que es una obra maestra de Antón Pilgram. Delicadas figuras de estilo gótico decoran las capillas del costado izquierdo, como el altar de Neustadt y en su flanco derecho, encontramos la tumba de Federico III.
La otra maravilla que supera la trascendencia ciudadana de la Catedral, por su historia, presencia y contenido, es el Palacio Imperial.
Este gran palacio situado en pleno centro de Viena es el Hofburg, una verdadera ciudad dentro de la ciudad. En una de sus innúmeras y espaciosas salas, asistí a un excelente Congreso sobre Menopausia, en 1997. Este palacio constituyó por siglos la residencia favorita de los Habsburgos y comenzó a construirse en el 1200, recibiendo continuas extensiones y agregados a medida que los monarcas se sucedían y procuraban engrandecerlo. En rigor, la construcción llegó a su fin en 1914, con la terminación del Neueburg pues luego de la guerra, el imperio se rindió a los países occidentales y la casa de los Habsburgo abdicó. Es decir que este monumental Palacio demandó 8 siglos para alcanzar su magnífico estado actual sin llegar a completarse.





Distintas plazas que seguidamente describimos, rodean la soberbia construcción, pudiendo accederse a sus salones por diferentes entradas: Josefplatz, es una de esas plazas y debe su nombre a la estatua ecuestre de José II que allí se levanta. A sus espaldas se observa la Biblioteca Nacional y otros grandes edificios coronados por numerosos grupos de esculturas en medio de un extenso parque. En el frente palaciego, justo detrás de la estatua y adornando su techo, se destaca la figura de un auriga romano que cabalga al galope de sus cuatro corceles esculpidos en mármol blanco. Hacia la derecha, se ve un gran globo dorado que simboliza la tierra, mostrando a su pié los atributos del trabajo y la guerra. Ello está rodeado por tres figuras de mármol, dos de pié las laterales y sedente la que está en el medio.

La plaza de Michael, otro de los pulmones verdes del exterior, frente a los Apartamentos Imperiales, exhibe dos enormes fuentes adornadas con finas estatuas y en cierta forma parece contenida por la fachada envolvente que va desde la Escuela Española de Equitación hasta el Museo de porcelana imperial y platería del Palacio.
El cuerpo restante está constituido por la bella construcción estilo renacentista del Palacio Nuevo (Neueburg), que como se dijo, fue completado sobre el filo de la primera guerra mundial y que pensaba contar con un ala simétrica hacia el noroeste pero que la guerra y la caída de la dinastía dejó inconclusa.
Un extenso parque de césped da marco adecuado a la magnífica fachada cóncava y en su frente, montan guardia eterna dos famosos jinetes: las estatuas ecuestres del archiduque Karl y el príncipe Eugenio de Saboya. El jardín que sigue es la plaza Heldenplatz y más atrás, encontramos el Volksgarten, lugar tranquilo con una bonita fuente y un ambiente de paz casi en el corazón de la ciudad.


El Palacio: Penetramos ahora a uno de los cuerpos del edificio por una gigantesca arcada, para encontrarnos con un amplio patio interior, conocido como el “burg” o “in der Burg”, centrada por el monumento al emperador Francisco II. Desde esta plaza interna y transponiendo otro llamativo Arco (el arco hispánico) se llega al Tesoro del Palacio que muestra en su abrumadora riqueza, un símbolo del poder que esta familia imperial acumuló durante siglos de vigencia, dirigiendo uno de los Reinos más prósperos de Europa. Allí se exhiben la corona imperial de Austria embellecida por magníficas joyas (entre ellas un gran zafiro) y otros elementos propios del Emperador como el cetro y el orbe del más exquisito diseño incrustado con piedras preciosas. También se luce el tesoro del Sacro Imperio Romano con invalorables obras de arte de los siglos 12 a 19 y joyas del Duque de Burgundy que ingresó a la dinastía de los Habsburgos a finales del siglo XV al casarse María de Burgundy con el archiduque Maximilian. Son enormes salones repletos de piezas donde a la belleza intrínseca de la obra artística se agrega el valor desmesurado del material empleado, oro por lo general, con el adorno de perlas, diamantes, rubíes y esmeraldas. Un derroche increíble, abrumador, en nombre del buen gusto y el poder ilimitado.


Los Apartamentos Imperiales constituyen otra expresión de lo mismo, con refinamiento, elegancia y mucho lujo. Ocupa en el primer piso unas 20 habitaciones del ala de la Chancillería y también se visita el Amalienhof, otro bello complejo de habitaciones, que constituyen una parte mínima visitable del vasto palacio que cuenta, con 2600 salas en sus distintas plantas. En esta misma ala del edificio, se exhibe la colección Imperial de porcelanas y platería con un impresionante muestrario de jarrones y figuras de todas las dinastías Chinas, mas porcelanas de las principales casas europeas junto a una platería con cubiertos y utensilios de oro, quedando al final del recorrido, la impresión de que todos los tesoros del mundo se han concentrado allí. Tanta exhibición de riqueza, abruma y hasta diría que molesta.




Al centro de este rosario de palacios al inicio de la obra, se encuentra un edificio cuadrangular conocido como la corte Suiza, con la cripta capuchina o capilla real que es la principal reliquia de toda Austria. En ella está encerrada la mayoría de la familia imperial, contándose 12 emperadores, 16 emperatrices, y más de 100 archiduques.
De los 138 magníficos ataúdes que atesora la cripta, sólo uno, el de la Condesa Fuchs, no pertenece a la gran familia de los Hapsburgos pero ganó su lugar en la cripta y en la historia gracias a su entrañable amistad con la emperatriz María Teresa.
Aún nos queda por recorrer en el Palacio, la famosa Escuela Española de Equitación, donde puede apreciarse la disciplina y entrenamiento del soberbio conjunto de briosos caballos blancos; el Stallburg, cuya planta baja funciona como establo y pista de la caballería y sus pisos superiores como galería de arte europeo del siglo 19. En la vecindad, siempre en el Palacio, está la Colección Albertina con más de 1.000.000 de hojas de dibujos originales, planos de las principales obras de la ciudad, comenzando en el siglo 14 hasta la fecha. Allí pueden apreciarse dibujos de Durero, Rembrandt, Poussin, Rubens y otros grandes artistas. Por último, en el Palacio Nuevo, funcionan varios museos interesantes como el de Armas y Armaduras, el de Instrumentos musicales; el de esculturas de Efeso y el museo Etnográfico.
Hacia el otro extremo del Palacio y cruzando frente a la ya mencionada estatua ecuestre de José II, podremos visitar la iglesia gótica de los Agustinos, donde muchos matrimonios de la realeza tuvieron lugar
Mucho queda por ver, si la voluntad o el tiempo lo permite, pues este interminable conjunto de refinados aposentos de la realeza parece no tener fin. Un ejemplo, es el Gran Salón de la Biblioteca Nacional, que ocupa un ala de los palacios, obra maestra de la arquitectura barroca, con magníficos frescos y estatuas que dejan, al verlo, una indeleble impresión de grandeza y admiración por la calidad artística que supieron legar a nuestras generaciones.
También puede visitarse, como un ala cuarta y externa al gran complejo de Hofburg, un elegante palacio, único por su estilo diferente y armoniosa figura. Años más tarde a su construcción, fue adquirido por la rica familia Pallavicini, perdurando este nombre hasta la actualidad. Allí asistimos a una de las cenas organizadas por el Congreso Internacional de Menopausia.



Pero alguna vez hay que marcharse del gran palacio, aunque uno siempre se prometa regresar y así, fatigados pero en estado de euforia, nos alejamos, la primera vez, por la Josefsplatz como vigilados por la bella cúpula de color esmeralda y oro, que corona una de las esquinas del gran conjunto. Solo reitero a los presuntos lectores que son necesarias numerosas visitas para llegar a tener una idea aproximada de los distintos salones y su rico contenido en este interminable edificio.


Cerca, a muy pocas cuadras, surge otra regia estructura de estilo renacentista, con toda la imponencia que corresponde a su función: la Ópera del Estado. Fue formalmente inaugurada por el Emperador Francisco José II en 1869 con la puesta en escena de la obra Don Giovanni de Mozart. Para los austriacos, la Ópera ha sido y es una institución icónica, con un prestigio insuperado por los teatros similares de otros países. Detalles de gran refinamiento adornan su ingreso y los principales salones. El gran escenario de 50 m. por 45 m. posee toda la maquinaria necesaria para los grandes montajes. Su principal auditórium, con asientos para 2200 personas está coronado por una impresionante araña de cristal y son atractivos por su sofisticación y belleza, el foyer con sus mármoles y marquetería, las salas de intervalos (para los entreactos) con bellos tapices Gobelinos, y algunas salas íntimas para uso exclusivo, en su momento, de la familia imperial.

La ópera estatal, tiene su propia orquesta, la renombrada Filarmónica de Viena, y entre sus directores cabe recordar los nombres famosos de Mahler, Richard Strauss, von Karajan y otros.
Aparte de este magnífico teatro dedicado a las grandes obras musicales, una multiplicidad de teatros menores, pero igualmente excelentes, se distribuyen en el casco antiguo. En uno de ellos, el Koncerthaus, tuvimos el inmenso placer con Martha de escuchar a la potente, profunda y armoniosa voz de José Carreras en una función inolvidable dedicada a los asistentes del ya mencionado Congreso Europeo de Menopausia. Fue una experiencia vocal y musical impresionante.




El edificio de la Opera enfrenta a un boulevard envolvente que se extiende casi como un círculo completo desde el Danubio hasta regresar al mismo río, luego de abrazar a todo el centro del casco antiguo e imperial de Viena. Se lo conoce como “el Ring” (anillo) y fue construido por orden del Emperador Francisco-José, a partir de 1857. Artistas y arquitectos del mayor prestigio local, contribuyeron a este gran proyecto que transformó la fisonomía de la ciudad. El boulevard se tendió rodeando a las más importantes construcciones públicas y a otros Palacios característicos de la época, al mismo tiempo que hermosos y plácidos jardines se interponían entre el viejo corazón de Viena y los nuevos barrios o distritos ciudadanos que iban apareciendo al imperio del crecimiento poblacional, propio de toda capital de importancia. Por el Ring circulan profusión de tranvías eléctricos y buses lo que facilita el desplazamiento hacia distintos puntos de la ciudad.
Cruzando este boulevard, hacia afuera del centro histórico y a la altura del Hofburg, llegamos a la plaza María Teresa, que toma su nombre del gran monumento que allí se alza, en memoria de la gloriosa emperatriz. En este parque se destacan dos construcciones simétricas gemelas, edificadas a finales del 1800 en el estilo monumental de la época y coronados por elegantes cúpulas; son el museo de Bellas Artes de visita obligada y el Museo de Historia Natural, que lo enfrenta.

El museo de Bellas Artes contiene fundamentalmente las colecciones de arte atesoradas por los Habsburgos a lo largo de su dinastía y se cuenta entre las más importantes del mundo. Está un escalón por debajo del Louvre, del Hermitage de San Petersburgo, del Metropolitano de New York y del Prado de Madrid, pero a la par de los otros grandes museos del mundo. Luego del ingreso, nos dirigimos al primer piso, por una escalera monumental, para apreciar la colección principal de cuadros. Ya, en el rellano de la escalera, se admira una bella figura de mármol que corresponde a Perseo y el Centauro, obra de Canova. Esta planta contiene magníficas colecciones pictóricas que incluyen a las Escuelas Flamenca, Holandesa y Alemana que se distribuyen en las salas IX a XV y a pinturas de artistas italianos, franceses y españoles en las salas I a VII además de múltiples salones más pequeños pero con colecciones igualmente valiosas. Para no hacer de este recuerdo entusiasmado un catálogo interminable y aburrido para el no iniciado, mencionaré sólo algunas de las grandes pinturas que en este momento acuden a mi memoria. Rubens y Van Dyck están muy bien representados. El primero, uno de los más prolíficos entre todos los pintores, llena un gran salón con sus cuadros, entre los que recuerdo un autorretrato, junto a la pintura de la bella Helene Fourment, segunda mujer del artista. Brueghel el Viejo, maestro flamengo, exhibe aquí sus grandes pinturas realistas con escenas populares; Durero, exponente alemán del Renacimiento y uno de los artistas más completos de su época, tiene bellos lienzos en este museo. Cuadros de Cranach el Viejo y el Joven y algunos pocos pero exquisitos lienzos de Rembrandt (entre ellos dos autorretratos) cierran esta lista, para dar paso a la luminosa pintura italiana. Se admiran obras de Corregio, Rafael, un “Ecce Homo” de Titian, los venecianos Tintoretto Veronese y Canaletto y una magnífica pintura de Caravaggio: David sosteniendo la cabeza de Goliath, etc. La pintura española está representada por magistrales trabajos de Velásquez, retratando a buena parte de la corte de Felipe II entre ellas, a la infanta Margarita con un vestido azul y plata, que es en sí una obra maestra.
En el entrepiso se exhibe una colección de objetos del antiguo Egipto, Grecia y Roma; algunas buenas estatuas, una excelente colección de camafeos de ónix (que pertenecieron al Emperador Augusto), elementos de porcelana, plata, oro y marfil, antiguas, etc. Por último, en el segundo piso se expone una colección de monedas y medallas a la que nunca nos llegamos, ya que el cansancio se acumula en las lentas recorridas y nuestro interés por la numismática no es muy grande.
Regresando al centro vienés, ya mencionamos que caminar por las elegantes calles peatonales es un motivo auténtico de placer. Esta ciudad trasunta un refinado buen gusto, cierta aristocracia estructural que se materializa no sólo en los edificios públicos, sino en las grandes casonas privadas, las tiendas, sus cafés y restaurantes, sus negocios en general. En Graben, una de estas distinguidas peatonales, nos encontramos con una extraña y conmovedora columna. Fué construída en estilo barroco a fines del siglo XVII, en recuerdo de una terrible epidemia de peste que diezmó a la ciudad.

En la misma calle, nos encontramos con una bonita iglesia, San Pedro, también barroca, plena de frescos y delicados estucos, considerada por muchos como una de las más bellamente ornamentadas de la capital. En otra de sus calles famosas, la Singerstrasse, se puede visitar una antigua iglesia de estilo gótico, la del Orden Teutónico y otros importantes edificios públicos. En la vecindad, está la casa de Mozart, donde el gran compositor vivió por algunos años, componiendo allí, las Bodas de Fígaro, entre otras de sus obras conocidas. Y también la casa donde habitó el padre del psicoanálisis, Sigmund Freud.

Las extensas caminatas, se alternan con las paradas obligadas para reparar fuerzas, en algunos de los tantos cafés destinados al placer y al ocio ciudadano. Allí degustamos con Martha esos atractivos cafés vieneses, coronados de blanca crema y complementados por algún postre tentador y delicioso, eso sí, rigurosamente compartidos para mitigar el sentimiento de gula culposa.
Partiendo ahora del edificio de la ópera y cruzando nuevamente el “Ring”, nos internamos en el Stadtpark, con sus grandes árboles, su cuidado césped, sus dibujos florales y su lago encantador surcado por patos y cisnes. Y en uno de sus rincones más bonitos, nos sorprende la presencia de una gran estatua dorada que parece refulgir bajo el blanco mármol de una arcada. Es la figura de Johan Strauss, que violín en mano y con donoso gesto, parece deleitarnos con uno de sus valses propios de la “belle epoque”. Por un momento, la imaginación nos transporta, encendida por las circunstancias, a ese mundo del pasado, con grandes e infladas faldas, pecheras almidonadas y pelucas cortesanas que en parejas ceremoniosas describían los círculos que acompañaban el ritmo de su música vienesa en los amplios salones de la aristocracia…



Siguiendo por el “Ring” aparecen las moles mellizas ya descriptas de los museos de Bellas Artes y de Historia Natural y más adelante un interesante edificio gótico con una aguzada torre central y dos torres menores a los lados; es el Palacio Municipal, importante para nosotros en el recuerdo, pues en uno de sus vastos salones, siendo invitado extranjero a uno de los Congresos que asistí, tuvimos el placer como argentinos de bailar un tango, junto a pocas parejas y luego, a medida que se conocía que éramos los únicos argentinos, nos dejaron solos en la pista, formando un círculo de Congresales que aplaudían nuestros pasos y quiebres, ante el interés y algarabía general.





Avanzando siempre en esta dirección, nos encontramos con otro imponente edificio, del más puro estilo griego con altas columnas dóricas en su ingreso. En respuesta a nuestras preguntas, nos informan que es el Parlamento de Austria, coronado por estatuas y aurigas guerreros según la mejor tradición clásica. En la vecindad, se encuentran los edificios de la Universidad. Y yendo hacia afuera, aparece otro encantador espacio verde, con piscinas y estatuas que inducen al placer de la meditación, llamado “jardín del pueblo” que muestra una curiosa construcción, copia de otra original de Atenas, “el Templo de Teseo”. Finalmente, más distante y vecino al edificio renacentista de la universidad, nos encontramos con otra iglesia de impactante presencia, con su gran portal encuadrado por dos altas columnas salomónicas y que fue edificada en conmemoración del intento frustrado de asesinato al emperador, Francisco- José. Su interior es espléndido; un ejemplo más de la arquitectura monumental del siglo pasado, propia de la cabeza de un gran imperio, que sin saberlo, se acercaba peligrosamente a su declinación.


Todavía queda mucho por ver en la ciudad que se aleja del “Ring”; en medio de parques, surge otra iglesia de majestuosa presencia: la de San Carlos, con una mezcla de estilos que combina dos colosales columnas de Trajano, que ascienden en espiral, magníficamente esculpidas, un pórtico romano y una cúpula barroca que se eleva entre dos torres rectangulares. Fue edificada por el emperador Carlos VI en cumplimiento de una promesa tras superarse la terrible plaga del 1700. Entre otras iglesias visitadas, menciono, la Minorite Church y la Schotten, de perfil germano.


Otra atracción popular, de frecuente visita los fines de semanas, es un gran espacio verde, conocido como el “Prater”, que se extiende entre dos brazos del Danubio, poblado con cafés, restaurantes y una rueda gigante, de 60 metros de diámetro que domina buena parte de la ciudad con su característica figura.
También visitamos en los alrededores un alegre barrio de tabernas y casas importantes, donde abunda la buena comida, regada con generoso vino del lugar, su nombre es Grinzing y bien vale llegarse hasta allí. Y por supuesto quedan aún dos joyas de la arquitectura imperial imposible de olvidar en una visita a Viena: los palacios del Belvedere y el enorme palacio Schönbrunn.




Schönbrunn fue por el siglo XVII un extenso bosque poblado de animales que constituía el lugar favorito de caza de los Habsburgos. En 1683 el lugar fue destruido por los ejércitos turcos que acamparon en esas boscosas y confortables tierras. A finales de ese siglo, eliminado el peligro otomano, con el Imperio en pleno desarrollo, el emperador Leopoldo I planeó un gran palacio capaz de rivalizar con otros similares de las dinastías europeas contemporáneas. Nace así la imponente construcción embellecida posteriormente, por María Teresa, quien la llevó a su actual esplendor. Durante dos siglos, Schönbrunn fue escenario de acontecimientos políticos y culturales de primer orden, que hacen a la esencia de su legado histórico. María Antonieta, la futura reina de Francia, pasó aquí buena parte de su niñez y en sus salones y jardines el prodigioso Mozart deleitó a los reyes con su habilidad en el piano y su música armoniosa. Aquí vivió en exilio, luego de la derrota de su famoso padre, Napoleón hijo, rey de Roma y fue en este lugar que, el último representante de la dinastía de los Habsburgo, Carlos I. abdicó en 1918, después de su derrota en la primera guerra mundial.
El palacio con un característico estilo barroco- vienés, destaca su peculiar color ocre sobre el verdor del parque exquisitamente diseñado y mantenido. Y la vista desde sus balcones hacia el exterior, es magnífica. El recorrido turístico permite el ingreso a sólo unas 50 habitaciones habilitadas para la visita sobre un total de 1440, asombrando por la opulencia de un recargado estilo rococó donde casi todo es dorado o laminado en oro, con bellos frescos, murales, estatuas, tapices y grandes chimeneas de mármol que se conjugan con un mobiliario ricamente ornamentado. Afuera, la vista se solaza con como se dijo, por las graciosas fontanas, bellas glorietas, arreglos florales, cavernas artificiales, árboles majestuosos, un cuidado césped, con un imponente edificio vidriado o jardín de invierno que atesora gran variedad de plantas y flores. Animales diversos, se pasean a nuestra vista, creando un espacio de paz y grandiosidad que valoriza el tiempo dedicado a recorrer esta joya que el imperio Austro- Húngaro, dejó a la posteridad.
Los dos palacios del Belvedere fueron construídos como residencia de verano del príncipe Eugenio de Saboya. Este príncipe guerrero, combatió eficazmente a los turcos, rechazándolos de Viena y más tarde, de Hungría así como a los franceses, constituyéndose en una de las figuras austríacas de mayor popularidad en su tiempo. Ambos palacios fueron edificados a principios del 1700 también en estilo barroco y el alto Belvedere presenta jardines en terrazas de preciosista diseño y desde donde se goza de una magnífica vista de la ciudad de Viena. En la actualidad es un museo, albergando la galería de arte austríaca de los siglos XIX y XX. El bajo Belvedere tiene frescos y pinturas de artistas de la época, distribuidos en dos museos: el de Arte Barroco y el de Arte Medieval austriaco. En su momento, no los visitamos por falta de tiempo, contentándonos con la contemplación de las hermosas construcciones, sobretodo del Palacio superior, desde donde las vistas, como dije, son en verdad estupendas.
Desde la memoria, el año 1997concluyó con un segundo viaje a Europa, exclusivamente a Viena, para participar del excelente Congreso Europeo sobre Climaterio. Fue una semana magnífica, de alto valor científico, a la que concurrí como presidente de nuestra Sociedad Argentina. Un octubre otoñal en la compañía de matrimonios amigos que en legión se habían trasladado para asistir al evento europeo, facilitado por nuestro peso fuerte. De Viena, la Imperial, nada mas agregaré salvo el placer renovado que uno experimenta al visitar sus Palacios, sus teatros o sólo transitar por sus calles y paseos.
Si cabe mencionar una escapada en tren que realizamos a la capital de Eslovaquia, Bratislava. Queda a unos 100 km. de Viena y surgió la tentación de conocerla en el último día que teníamos libre. Fuimos los dos, a la gran estación ferroviaria y en un cómodo camarote partimos con la proverbial puntualidad hacia la capital desconocida. El ferrocarril bordeaba el Danubio y la campiña se mostraba esplendorosa y atractiva. Nuestra imaginación pensaba en vampiros al acercarnos a esos castillos medievales donde no muy lejos en el tiempo había luchado contra los moros el famoso empalador, cuando vemos subir junto a nosotros, en una parada del tren, una pareja curiosa; ambos vestidos de negro con perfil funerario y que se sientan frente a frente para comunicarse con señas. Eran mudos pero muy locuaces, así que el parloteo silencioso continuó hasta la estación de Bratislava, donde asombrados y casi temerosos por el aspecto de ambos, nos alejamos con rapidez.
Nuestra visita al comienzo fue un fracaso; en la ciudad llovía torrencialmente y por algunos minutos consideramos regresar en el mismo tren que nos había traído desde Viena. Pero la curiosidad pudo más y decididos a conocer algo del nuevo lugar, ingresamos a un taxi que esperaba a la entrada de la estación. El chofer nos habla en idioma vernáculo y gesticula, pero nada entendemos, probamos inglés, italiano, algo de francés, aparte de castellano, pero el hombre sólo nos mira entre curioso y fastidiado. Entramos al lenguaje de los símbolos y como nuestros compañeros de tren, indicamos con las manos, que deseamos recorrer la ciudad, mostrándole mi cámara fotográfica. El taxista comprende y comenzamos un amplio recorrido por Bratislava. Nos lleva primero a una colina donde fotografié bajo la lluvia, un monumento al ejército soviético y al soldado ruso, junto con bonitas vistas de la población, hacia la costa del Danubio. Allí arriba, nos muestra el Parlamento y enfrente sobre una roca elevada, el infaltable castillo de diseño cuadrado con sus murallas y torres en las cuatro esquinas, arquitectónicamente pesado pero con buen grado de conservación. Luego descendemos para discurrir por callecitas deliciosas, cafés y negocios que brillan con la lluvia y mas allá cerca del puerto un edificio moderno de acero y vidrio que parecer ser, por lo que entiendo, la nueva biblioteca estatal. Señalo mi reloj solicitando que vuelva y por fortuna nos entiende y tras algunos minutos vemos otra vez la estación ferroviaria. Con algún regateo acepta mis 30 dólares y muy contentos divisamos el tren pronto a partir de regreso a Viena. La excursión ha sido satisfactoria y volvemos comentando los acontecimientos vividos. Aunque de manera muy incompleta y fugaz, hemos recorrido brevemente otra capital de la interminable Casa europea.




Con este largo recuerdo, termina mi relato sobre las experiencias vividas en Viena. La imagen que retengo es la de una ciudad grandiosa, deslumbrante, con toques imperiales y espaciosos jardines. Buen nivel de vida en la población. Una ciudad donde la música parece omnipresente, en sus teatros, sus estatuas, en el espíritu de sus gentes. Y en la paz de sus parques, resalta el Cementerio principal donde los nombres de las tumbas nos traen el eco de ese pasado musical y cultural extraordinario: Beethoven, Brahms, Schubert, los Strauss, Gluck, que reposan para siempre en la esquina de los músicos; en otros rincones están los escritores y científicos que valorizan la historia de cada pedazo de tierra. Pero falta un grande, un ser increíblemente dotado que nos legó melodías inolvidables en su vida tan breve, falta Mozart, perdido en otro cementerio, el de los pobres, donde los restos no son identificables. Allí los relegó la envidia y la incomprensión de sus contemporáneos.
Y así nos despedimos de Viena para un viaje por la autopista de poco más de dos horas, cruzando campos verdes con las montañas de fondo. No nos detenemos en una serie de puntos de gran interés que bordean el camino, pues nos apura llegar al próximo destino para conocer otra de las joyas no sólo de Austria sino de Europa toda. Vamos hacia Salzburgo.
Salzburgo, la música hecha ciudad.
La vieja Salzburgo se levanta a la vera de un manso río, el Salzach, que serpentea recostado en un valle montañoso y al pasar por el caserío dibuja suaves curvas permitiendo desde sus puentes, una vista en conjunto de la población. Si miramos desde el extremo este, viniendo de Viena, hacia el peñasco coronado por el infaltable Castillo, veremos sobre la margen derecha de dicho río, las ordenadas casas del casco antiguo. Sobre la margen izquierda, crece actualmente con ímpetu, la nueva Salzburgo.


Siguiendo con nuestra visita programada, salimos de la autopista, cruzamos uno de los primeros puentes sobre el río y después de estacionar en un garage, ingresamos al viejo Salzburgo, caminando por por floridos senderos, a la altura del parque de Mirabell, que en su momento, fue parte de un importante Palacio y que hoy ha pasado al dominio de la ciudad. El parque, primorosamente cuidado, contiene fuentes, estatuas y estanques con plantas acuáticas, que en su conjunto transmiten una sensación de belleza y paz.






Salzburgo tuvo su origen en un Arzobispado- Principado, dependiente del Sacro Imperio Romano, unos 10 siglos atrás.. Desde entonces, abrazada entre el río y la montaña, la pequeña ciudad creció con elegancia, con la riqueza que le brindaba sus minas de sal, (su nombre, “pueblo de la sal”, así lo indicaba) y la grandiosidad impuesta por los constructores italianos con el aporte del gusto alemán. Así surgió sobre el costado norte de la ciudad vieja pegada a la roca desnuda de las montañas, una hilera de grandes casonas todas de 6 plantas, con frentes exquisitos, que mostraban la fecha de construcción, el 1600. Y el bello caserío brillaba bajo la custodia del imponente Castillo de Hohensalzbur que se levantaba en el extremo occidental del casco antiguo. A más de 100 metros de altura, el viejo bastión inició su construcción en el 1070, con sucesivas ampliaciones y remodelaciones para dar confort y seguridad a los Príncipes del sur de Alemania acogidos en los tiempos difíciles por el Arzobispado.
Paralelamente, la ciudad se desarrolló en los siglos subsiguientes, edificándose grandes casas, que limitaban entre sus frentes, estrechas calles empedradas, sin aceras, rectilíneas o tortuosas, cruzadas por carteles de hierro y bronce hábilmente trabajados, en donde sus dueños anunciaban las profesiones u oficios que ejercían.

Iglesias, plazas, negocios y mercados terminaron concentrados en este pequeño espacio transitado por incontables peatones, ciclistas, pocos automóviles y grandes carruajes de turismo tirados por vistosos corceles.

Pero la magia inolvidable de la ciudad reside en la música. Mozart, su hijo dilecto, resulta omnipresente e impregna los salones de conciertos, las salitas de palacios, los atrios de sus iglesias o los parques vecinos, con sus acordes magníficos. El gran maestro aún está vivo en la ciudad y ésta disfruta y vive de él. Gran parte de lo que se le vende al turista, lleva su nombre.

La Gesetreidegasse, precisamente, es una de las principales calles entre la red de ese enmarañado centro, por la riqueza en sus letreros y ornamentos comerciales, por sus negocios de artesanías, por sus tiendas y tabernas y por ese interminable fluir de personas de distintas culturas y procedencias que abarrota Salzburgo desde abril hasta diciembre. Y además, porque sobre esa calle, en una de esas casonas pintada en amarillo, enfrentada a una pequeña plazoleta se arremolinan oleadas de turistas, que fotografían y buscan ingresar a la casa natal de Mozart, el Patrono fáctico de la ciudad.


Ya mencionamos que la impronta del célebre niño prodigio de la música se expresa en todos los aspectos del diario vivir, culminando en los grandes festivales musicales de Julio y Agosto. Entonces sus cuartetos, sonatas, sinfonías, conciertos y oberturas se repiten sin cesar. Y allí, para veneración de todos está la casa donde él nació el 27 de enero de 1756 y donde creció, junto a sus padres y hermanos, con su clavicordio y otros instrumentos musicales de la época, que en lugar de juguetes, fueron los inseparables compañeros de su infancia. Entre ellos se destaca el pequeño violín que utilizaba de niño. El tercer piso, donde la familia habitaba, está lleno de emotivos recuerdos de esos años; .retratos y dibujos de los padres, numerosos escritos en pentagrama y los originales de esas primeras obras juveniles tan plena de frescura y vigor. Por supuesto que en la actualidad, la veta comercial hace que su música resuene en todos los ambientes de la casa y un puesto de venta en una de las habitaciones, promociona a buen precio, sus numerosas obras.
En este casco antiguo, se levantan importantes iglesias que bien vale conocerlas. Sus cúpulas y torres se elevan sobre los techos de los edificios, facilitando su ubicación. Entre todas, la Catedral destaca su masivo perfil en estilo barroco con algunos toques renacentistas. Dos grandes portales de bronce con bajos relieves, dan entrada a la gran nave central que impresiona por su amplitud y la riqueza de sus mármoles y pinturas. Allí se encuentra la pila bautismal donde Mozart fuera bautizado en 1756.


Está situada entre tres plazas con empedrado grueso. A uno de sus costados se abre la plaza del Domo (Domplatz) con bellos pórticos que conectan los principales edificios que la rodean: los palacios Arzobispales y la misma catedral. Muy cerca, se encuentran despachos de bebidas y comidas rápidas con sus toldos característicos junto a los coches de caballos que parten desde aquí y circulan por toda la intrincada red de callecitas, para deleites de muchos niños y de otros visitantes no tan pequeños.



Otra de las plazas que enfrenta a la iglesia, muestra en su centro la columna de la Virgen María. Respecto a la Iglesia en sí, presenta en uno de sus costados , dos torres simétricas en colorido mármol de Salzburgo. El espacio entre ambas, está dominado por una estatua de Jesucristo con escudos de armas de los Arzobispos flanqueado por las figuras de Moisés y Elías y más abajo, por los cuatro Evangelistas.



Saliendo de la Iglesia y pasando bajo otras arcadas hacia el oeste nos encontramos con otra bonita plaza, la tercera, reconstruida casi totalmente después de la guerra Este es un vasto espacio que separa la catedral del peñasco adonde asienta el castillo al que puede subirse por un largo sendero en la montaña o bien por un trencito que asciende en forma casi vertical. Esta amplia plaza transitada continuamente por turistas y propios habitantes, exhibe multitud de puestos de venta con artesanías locales y sobre el pavimento, está dibujado un tablero de ajedrez de grandes dimensiones, con las piezas de tamaño casi humano, donde uno puede jugar partidas en la alegre compañía de esa romería o incluso escuchar alguna melodía. A pocos pasos de esta plaza, se encuentran dos lugares de imperdible visita para quienes por recorren la ciudad: el cementerio y el castillo




Pocas veces recomiendo ir a un cementerio; ya que habrá tiempo de sobra para estar en él. Pero algunas excepciones las hay y el cementerio de Salzburgo es una de ellas. Como toda la ciudad, está pegado a la roca dolomita y en algunos sitios, forma parte de ella, con una sucesión de nichos, escavados en la piedra misma, rodeados de rejas de hierro forjado delicadamente labradas, donde puede leerse la historia centenaria de los que allí descansan. En el jardín que lo enfrenta, cubierto por setos floridos multicolores, otras tumbas, algunas muy recientes, nos dicen de sus orígenes y de la fecha de fallecimiento, alargando sus cruces por esa selva de reposo recoleto, que dibujan calles rodeando a una coqueta capilla. El aire es límpido y se respira una tranquilidad y una belleza particular que nace de las flores que acompañan a esos tranquilos muertos, también de la roca desnuda que inspira una sensación de persistencia. Una suerte de equilibrio, de donaire, que parece incorporado al ser espiritual de los habitantes de Salzburgo.




Salimos embargados por una sensación de paz intemporal y nos dirigimos ahora, con el paso vivo hacia la entrada por donde se sube al elevador del castillo, previo pago del ticket, mediante un particular trencito de dos vagones, que asciende de forma casi vertical los 120 metros para llevarnos al ingreso de esa imponente construcción. El castillo ocupa buena parte de la meseta rocosa y parece parte integrante del paisaje áspero. Como es habitual, una muralla almenada lo circunda, y por una escalera, se asciende a una terraza panorámica desde donde se percibe las torres de los campanarios que refulgen en sus agujas o en sus cúpulas hemisféricas bajo el sol poniente. Luego se recorre los Salones del Estado el muy ornamentado salón de la Justicia Mas abajo, está el resto de la ciudad, los bellos jardines palaciegos, las amplias plazas empedradas con los venerables edificios de príncipes, arzobispos y ciudadanos adinerados que fueron enriqueciendo progresivamente el legado histórico de este jirón de Austria. También puede visitarse un interesante Museo


Finalmente, el río como una sinuosa cinta de plata enmarca un costado de a preciosa joya, constituida en un patrimonio cultural y arquitectónico de toda la humanidad. A la distancia, se divisan hacia el sur los Alpes y al oeste del río, la ciudad nueva que crece con su dinamismo y laboriosidad propia, sin el incesante flujo de turistas, pero gallarda y ordenada como toda buena población austríaca.
Descendiendo otra vez por el vertical vehículo de ferrocarril, aunque puede optarse por una extensa y enrollada escalera, se vuelve a la plaza que linda con la catedral y desde allí continuamos con el recorrido de otros lugares de interés.
Nos quedan por visitar varias iglesias y conventos, pero mencionaré tan solo a la iglesia de San Francisco construida en el 1200 y remodelada varias veces que combina expresiones de arte gótico con estilo romanesco. El crucero de las naves muestra masivas columnas adornadas con figuras estilizadas de animales y plantas. El altar es barroco con una estatua de la virgen María exquisitamente trabajada. En su conjunto este interior de fuertes contrastes impresionó mi memoria de forma duradera. Por ello ahora la recuerdo.
Pero no se puede conocer Salzburgo sin disfrutar de su buena mesa y sobretodo de sus inolvidables conciertos musicales. Ellos se realizan al aire libre en las amplias plazas del casco urbano, durante los meses de verano, o en los refinados salones de los palacios cuando el tiempo es más fresco. Tuvimos ocasión de asistir a veladas musicales en ambas circunstancias. El efecto es magnífico y uno parece transportado a una dimensión etérea. Creo que una experiencia de esta calidad no la debería omitir ningún visitante con cierto apego cultural. Claro que si se trata del turismo masificado, con celulares en mano, es otra la historia.

En el primer encuentro, nos alejamos de esta bella ciudad luego de tres días de permanencia. Posteriormente, nuestra estadía se fue haciendo más breve, de un día o dos, p.ej. para asistir a un concierto. La dejamos esa primera vez como lo hemos hecho siempre, luego de cada visita, con la promesa firme de regresar. Promesa que hemos cumplido reiteradamente a lo largo de los años.